Quizá ha sido por mi retorno a España, después de unas intensas vacaciones completamente ajeno a la realidad patria; quizá porque es muy bueno. El caso es que me ha gustado mucho el artículo de hoy de Antonio Burgos en ABC:
HUBO un tiempo, hacia 1970, en que muchos envidiábamos a los barceloneses, por aquel clima de libertades que en los años finales de la dictadura se respiraba en la Ciudad Condal. Y hay un tiempo, ahora, en que hay que sentir todo lo contrario: alegrarse de no vivir en Barcelona. Entre otras cosas porque tras unos años de no verle ni la matrícula, ya no sabemos siquiera si eso de decir «Ciudad Condal» es políticamente correcto o si es un signo de lo peor que le pueden a uno acusar allí: de españolismo.Evoco aquellos lejanos octubres en que el viejo José Manuel Lara nos invitaba al fallo de un premio Planeta que entonces no era lo que es. El Planeta era despreciado por la crema de la intelectualidad y la pomada de la progresía. El premio de prestigio era el Nadal, y las novelas que había que leer, las que publicaba Carlos Barral. La anual visita de cronistas del Planeta nos permitía a algunos provincianos saborear las mieles de europeísmo de aquella Barcelona abierta, culta, tan suya, tan orgullosamente burguesa, tan valedora de sus reivindicaciones todavía regionales, en las que te encontrabas la bandera de las cinco barras hasta en las cajas de cerillas del Drugstore del Paseo de Gracia, templo, junto con Bocaccio, de madrugadas de sueños de libertades, de veneración de la narrativa hispanoamericana y de lectura de venecianos novísimos poetas a los que no se les caían los anillos por escribir en castellano.Me acuerdo ahora de aquella Barcelona que aún era ciudad de los prodigios, con Manuel Vázquez Montalbán haciendo lírica de su Barsa, con Salvador Paniker yendo a Madrid a arrancar conversaciones sobre la democracia y con los cantantes de la Nova Cançó invitándonos a tirar de la estaca, que como no fuera la estaca que nos encontrábamos en cada cigarrillo de nuestro paquete de Celtas, no sé qué estaca íbamos a abatir a base de cubatas de ron y ligues con una de Bandera Roja que traducía a Susan Sontag.¿Existió alguna vez aquella Barcelona que tomábamos como modelo de la España que había de ser? Si existió, ha fenecido. Basta oír a Albert Boadella, con lo que en aquellos entonces era, para comprobar que todo aquello de la Asamblea de Cataluña, los Capuchinos de Sarriá, las mesas democráticas y la crítica de Robert Saladrigas a nuestros primeros libros en las páginas de «Destino» fue un sueño. Aquella Barcelona nos recibía a todos con los brazos abiertos y la sentíamos nuestra.Como en el bolero, ya todo aquello pasó, todo quedó en el olvido. La tierra más abierta de las Españas se ha convertido en la más cerrada y excluyente. Ya no son escritores catalanes los que van representando a España a la Feria de Fráncfort, sino que les niegan el pasaporte de catalanidad a los que osan escribir en castellano. Antes se sentía uno como en su propia casa en aquella Barcelona del alborear de la democracia y ahora todo es cerrada oscuridad nacionalista, aldeana y cateta.Y encima, la otra cara de la moneda: si Felipe González decía que «el cambio es que España funcione», el Estatuto soberanista que pisa la raya de picadores de la Constitución debe de ser «que Cataluña no funcione». Antes estabas deseando ir a Barcelona, para respirar aquellos aires de libertad. Y para disfrutar de las mejores autopistas, las mejores infraestructuras que mucho antes de los Juegos Olímpicos de 1992 ya tenía el Principado. Ahora ya te has hecho a la idea de la falta de libertades, pero temes ir a Barcelona por lo más elemental de lo material: porque un socavón se puede abrir bajo tus pies en el Carmel de cada día; porque puede volver el apagón del siglo de Endesa, o el apagón informativo; porque en el aeropuerto del Prat tienes asegurado el caos; porque despídete que tomar un tren de cercanías, de aquellos maravillosos, como europeos, en los que tu editor llegaba desde su casa de San Cugat a la oficina de Pedralbes. Como los plátanos de Canarias, los desastres de Cataluña: todos los días uno, por lo menos. Aquel editor del tren de cercanías me publicó allí en 1972 un libro que se titulaba: «Andalucía, ¿Tercer Mundo?». Me imagino que ahora, a la vista de las presentes desgracias y carencias, estará buscando quien le escriba un ensayo que se titule: «Cataluña, ¿Tercer Mundo?».
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