La incapacidad de los dirigentes sindicales para cambiar el modelo se ha manifestado en la fastuosa confusión del discurso movilizador a lo largo de los tres últimos meses. Nunca quedó claro si se pretendía obligar al gobierno a cambiar su política, castigar a la patronal o machacar a la oposición. Con la excepción de Madrid, por supuesto, donde la huelga se planteó desde el principio y de modo exclusivo como un ariete contra Esperanza Aguirre. De hecho, los piquetes intentaron con particular entusiasmo paralizar el sector público de dicha Comunidad Autónoma -lo consiguieron al cien por cien en Telemadrid, la única televisión que se vio obligada a interrumpir sus emisiones-, y de ahí el contraste entre la indiferencia del Presidente Rodríguez ante lo que pasaba en la calle, a escasos metros del Congreso, y la indignación de la presidenta madrileña, hacia cuya sede de gobierno confluyeron desde la mañana los combativos sindicalistas de toda la capital. En tales condiciones, la huelga sólo podía ser política y ridículamente maoísta: una revolución cultural de sainete, contra el poder y a favor del poder simultáneamente, con los guardias rojos saqueando tiendas en Barcelona y el Gran Timonel mareando la perdiz en la Carrera de San Jerónimo, como si la cosa no fuera con él. Que no iba.
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