domingo, 22 de abril de 2007

Esclavos de la moda

Desde pequeñito me he declarado antimoda. Eso de tener que vestir como quieran los diseñadores en lugar de como a mí me apetezca siempre me ha parecido un ataque a mi libertad, además de un signo del adocenamiento de las masas.

Verbatim: Hace unas primaveras se llevaban los colores tierra, así que si entrabas en una tienda dispuesto a comprarte una camisa azul salías de la tienda con una sosa camisa color tierra o con una gran carga de frustración. ¡Gritad conmigo! ¡BEEEEEEEEEEEEEEEE!

En eso coincido con Arturo Pérez-Reverte, quien en su artículo de hoy narra su propia experiencia (negritas mías):
El mundo se hunde y nosotros nos enamoramos. Ni los pantalones vaqueros respetan ya estos hijos de la gran puta. Antes era el color lavado o sin lavar, y ahora, el ancho de pata. Tendrían que ver ustedes la cara, mitad conmiseración profesional y mitad coña marinera, con la que me mira el vendedor. «Pues va a ser que no, señor Reverte –dice–. Esta temporada, todos vienen con dos centímetros más, por lo menos.» No puede ser, balbuceo con cara de panoli. Llevo el mismo ancho de pata, o de pernera, o como se diga, desde que el cabo Finisterre era soldado raso. Y busco los de siempre: normales, de faena. De toda la vida. «Pues es lo que hay –responde mi interlocutor–. La moda es la moda.» Y cuando, hecho polvo, dejo los pantalones y me dispongo a tomar el portante, añade: «Es que es usted un antiguo, señor Reverte».

Un «antiguo». Por no comulgar con ruedas de molino y vestir como te gusta. Tela. Prosigue el académico:
Total, que salgo a la calle blasfemando de los vaqueros, de la moda y de quienes la inventaron, mirando para arriba a ver si cae fuego del cielo y nos vamos todos a tomar por saco con las patas anchas de los cojones; pero lo que cae es una manta de agua y todos van con paraguas, y cuando miro para abajo sólo veo tejanos de patas anchas, arrastrados, pisándose el dobladillo o el deshilachado, que ésa es otra. Y como el suelo está mojado, sus propietarios van empapados hasta las rodillas, felices de ir chapoteando, chof, chof, con sus pantalones a la moda de la madre que me parió. Sobre todo las propietarias, porque las perneras acampanadas les encantan sobre todo a ellas, cinturas bajas y pata de elefante, favorecidas y elegantes que echas la pota, amén del companaje para completar figurín. Que parece mentira que haya mujeres capaces de ponerse prendas que les caen como una patada en la bisectriz, sólo porque el modisto de moda necesita trincar cada temporada y Victoria Beckham –esa especie de Ana Obregón vestida de Sissi Emperatriz por el estilista de Barbie, o viceversa– sale en el ¡Hola!
Algún día me gustaría que un buen psicólogo me explicase las motivaciones que hay detrás de este comportamiento bovino. Hasta entonces seguiré ciscándome en tanto diseñador gilipuertas, tanta moda y tanta leche cada vez que no pueda comprarme lo que me gustaría.

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