De regreso a la Florida, he estado comiendo con una amiga de antaño. A diferencia de la mayoría de los norteamericanos, conoce España muy bien porque ha residido y trabajado durante años en nuestra nación. Tras una larga temporada de ausencia, regresó por un mes y medio en junio. Se encuentra profundamente desolada. «César», me dice con los ojos impregnados de desconcierto y pesar, «tu país se ha convertido en un manicomio». Naturalmente, intento quitarle hierro al asunto y me enredo hablándole de la crisis de inicios del milenio. «For God´s sake», me corta inmediatamente, «¿qué tiene que ver el milenio -que empezó hace ocho años- con que en España le hayan concedido derechos humanos a los monos?», me dice punto menos que escandalizada, ¿a ti te parece normal que un chimpancé tenga más protección que un feto humano?». No, no me lo parece, pero tampoco deseo hacer sangre. «¿Y las ministras?», sigue mi amiga. «Pensé que tú?», intento decir. «Yo era feminista en los sesenta», me dice, «igual que otros eran maoístas o ecologistas, pero ciertas cosas que tienen justificación a los quince años, defendidas con más de cuarenta sólo indican que sufres la inmadurez de un adolescente». «Mujer, Condoleeza Rice», alego. «Mira, Condie no tiene nada que ver con vuestras ministras. Es una mujer con preparación que además ha pasado por la política para servir a su país. Las chicas de vuestro gobierno están ahí para servirse de la política. Pero ¿cómo se puede intentar cambiar hasta el idioma para hacerlo feminista?». «Bueno, eso no ha prosperado», protesto levemente. «De momento, pero lo que sí ha salido adelante es que por ciertos delitos se castigue más a un hombre que a una mujer. ¡Vaya igualdad!», me espeta y me veo obligado a callarme. «¿Y qué me dices de la economía?»,continúa ya como si fuera un tanque, «todo el mundo habla de crisis. En España es más severa que en cualquier nación de la UE o en Estados Unidos y vuestro presidente de Gobierno la ha seguido negando como si pudiera tapar el sol con un dedo». «Eso ha estado muy mal», concedo. «Me duele, pero debo confesarte que, tras pasar por España, he recomendado no realizar inversiones allí, a excepción de Madrid», me dice como un severo veredicto final. «Mujer, tampoco hay que exagerar», musito mientras calculo lo que eso nos puede costar en parados. «Pero, ¿cómo se puede hacer otra cosa?», me pregunta sinceramente apenada, «¿tú crees que alguien sensato va a invertir un dólar en regiones como Cataluña o Vascongadas donde te obligan a usar una lengua más que minoritaria y a pesar de que todos conocen el español? ¿Tú te imaginas que en Nuevo México no pudieras educar a tus hijos en inglés y tuvieras que redactar toda la correspondencia en apache sólo porque esa tribu dominó el estado hace siglos?». «No», reconozco, «no se me pasa por la cabeza». «Mira», dice mi amiga sinceramente compungida, «lo siento por ti, César, que eres una persona sensata, pero España se ha convertido en un manicomio. El lobby gay impone leyes que aquí son absurdas, las feministas llegan al Gobierno sólo por serlo, el Gobierno no gobierna y se prohíbe la enseñanza en la lengua nacional sin que ZP mueva un dedo. No, para ese manicomio ni un dólar».
Un diagnóstico acertadísimo.