Últimamente, cuando las charlas con conocidos, compañeros de trabajo o amigos degeneran en política (y, por lo general, en lo rastrera que es nuestra clase política, casi sin excepciones) me viene a la cabeza una idea, que va tomando cuerpo: tenemos los políticos que nos merecemos. Ya. Ya sé que soy único enunciando perogrulladas, así que será mejor que me explique.
Nos escandalizamos porque salen a la luz tramas como las de Marbella o Seseña, pero todos sabemos que, más o menos, en nuestros ayuntamientos sucede algo similar. Y ¿qué hacemos? ¿Agarramos al alcalde por el cuello y le obligamos a que devuelva hasta el último céntimo robado? No. Meneamos la cabeza, murmuramos un «todos son iguales» y seguimos a nuestras cosas. Nadie se preocupa por investigar, acaso porque la justicia está comprada; nadie se preocupa en exigir responsabilidades, acaso estamos muy ocupados; nadie, en fin, hace nada.
Si no exigimos transparencia y honestidad a nuestros políticos, ¿por qué se van a preocupar en transparentes y honestos? Si se descubre una corruptela del PSOE, sus acólitos la reprocharán de manera muy sui generis para a continuación exclamar algo parecido a esto: «pues anda que no han robado los del PP». Y asunto zanjado. El resto del pueblo bajará la cabeza y murmurará «todos son iguales», y seguirá a lo suyo. Por supuesto, podemos proponer este ejercicio de imaginación a la inversa. El resultado sería equivalente.
No nos preocupa nuestra democracia. Nos consideramos ajenos a ella, como algo que nos salpica de refilón cada dos o cuatro años y, si podemos, ni eso. Porque «todos son iguales». No hay participación en las instituciones; no hay conciencia de que el pueblo es el que gobierna y los políticos, los que obedecen. N0 sentimos las instituciones como algo nuestro. Son algo que está ahí, con las que de vez en cuando hay que bregar, como cuando queremos renovar el D.N.I. o presentar el IRPF.
Paradójicamente, pese a nuestro desapego por las instituciones que nos representan, la política lo empapa todo. Absolutamente todo. Ya podemos hablar de fútbol, de sequía o del escarabajo pelotero; inevitablemente acabaremos echándole la culpa a un partido político. De lo que sea. Y estamos dispuestos a llegar casi a las manos por ello. Tan necios somos.
Pero no sólo tenemos los políticos que nos merecemos por la lejanía con la que participamos de nuestra democracia. También entra en juego algo tan nuestro como la picaresca. Ésa también lo empapa todo, sin excepciones; se cuela hasta los más recónditos huecos de nuestra sociedad. Desde la factura del fontanero sin IVA hasta el piso de protección oficial que compra el hijo de un alto ejecutivo de un gran banco, pasando por la enfermera amiga de nuestra esposa que nos cuela en el hospital público cada vez que necesitamos hacernos unas radiografías o el «apaño» en la toma de corriente eléctrica, puentea al contador de la luz.
Tenemos una escala de valores, sí, pero ésta se ocupa sólo de lo fundamental, del estilo del "no matarás" y poco más. Muy poco más. Valoramos poco, muy poco, la integridad o la honestidad. En España no se es íntegro sino tonto; no se es tramposo sino listo. Así nos va. Tenemos una de las economías sumergidas más voluminosa de los países de la UE, tenemos a casi todo un ayuntamiento (el de Marbella) imputado por corrupción y lo que te rondaré morena, tenemos a un Ministro de Industria saliente que ha barrido para casa todo lo que ha podido y le han dejado, y un ministro de industria entrante que, de querer viajar e EE.UU., deberá ampararse en la inmunidad diplomática (igual que su futura compañera de gabinete, la Ministra de Cultura)...
Y tenemos una escritora que va por su tercer plagio. Si esta señora hubiera hecho algo remotamente parecido en Estados Unidos se tendría que dedicar a limpiar escaleras, poco más o menos (para aquellos que no lo sepan, si en la universidad haces un trabajo y fusilas un libro, algo muy común en España, te expulsan. Y punto pelota). Pero ahí la tenemos, vendiendo 120.000 ejemplares y tan feliz. Igual que Ana Rosa Quintana.
La picaresca es algo propio de España que se puede paliar con un buen e independiente poder judicial. El desapego a nuestras instituciones... bueno, lo achacaré a la juventud de nuestra democracia. Vamos a necesitar un cambio profundo para poder mirar cara a cara a otros países desarrollados, para madurar como nación, para poder seguir creciendo, en todos los sentidos. Espero que comencemos pronto.
lunes, 11 de septiembre de 2006
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